Como
de costumbre en una de mis charlas de amigos de mi juventud, se dejaron
escuchar varios comentarios de nostalgias de cuando escolares de primaria en
nuestras respectivas ciudades de origen como es el caso de uno de los
compañeros que es de Sinaloa, otro de Oaxaca, otro español pero radicado en
esas fechas en Iguala, otros del Distrito Federal y en mi casos de Orizaba,
Veracruz. Fueron evocaciones de hechos pasados que recordamos con mucho cariño
por ser menciones que llamaron nuestra atención y sirvieron de marco para la
amena charla en donde reinó la cordialidad.
Para
mí fue muy útil esta reunión, porque me sirvió para abrir el cajón de los
recuerdos porque conforme avanzaba la plática de ellos, me iba centrando en
algunas vivencias de mi escuela primaria para varones “Ignacio de la Llave” (La Cantonal), donde aprendí muchas cosas
buenas y malas de la época con profesores verdaderamente calificados y con
vocación de guías que con sus enseñanzas que nos impartieron con conocimientos
y habilidades, nos sirvieron para toda la vida.
Para
el comentario obligado en ese momento, improvisé una pequeña charla de las
prácticas militares que nos daba un sargento del ejército mexicano y las
marchas las realizábamos en la Alameda central de la ciudad que estaba ubicada
precisamente frente a nuestra escuela y teníamos práctica una hora diaria
dentro de nuestro horario mixto.
Lo
que ya no platiqué y que ahora hago en este blog porque viene a mi memoria como
una película que estoy recordando, es que diariamente en el mismo lugar de
nuestra práctica militar, se encontraba un señor, (que ahora decimos de la tercera edad) se le veía siempre con el mismo atuendo: camisa
blanca, pantalón caqui color café, zapatos negros limpios y en el invierno un
maquinoff de lana a cuadros, con sombrero de fieltro, escrupulosamente limpio,
saludaba con cortesía y al hacerlo tocaba su sombrero, nadie contestaba su
saludo: el hombre decían estaba loco.
Se
dice que pasado algún tiempo, al anciano loco siempre se le veía en la compañía
de un niño que había conocido en ese lugar y que siempre estaban platicando
acerca de la revolución mexicana. El anciano en su juventud había participado
en esa revuelta y ahora ostentaba el grado de Teniente y siempre platicaba al
niño sus memorias, interesándolo en las contiendas y vivencias, con cuya
plática tenía embelesado a su oyente.
El
anciano le prestaba libros de Julio Verne, a James Fenimore y a Salgari. Le
indujo a leer Los tres Mosqueteros y luego Nuestra Señora de París, Napoleón en
sus diferentes biografías, Anna Karenina, Guerra y Paz de Leon Tolstói. Cuántas
cosas se enteró por su amigo el loco, aquella extraña amistad entre el hombre y
el niño (su amigo) intrigó a mucha gente que los conocía y que no se explicaba
por qué esa amistad con tanta diferencia de edades, al grado que mucha gente se
refería a El loco y su amigo El loquito.
Al
loco nunca le importó que así se le conociera ya que se acostumbró a que se le
nombrara con ese seudónimo… A mí tampoco
me importaba.
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