viernes, 13 de diciembre de 2019

88 AÑOS SOY AFORTUNADO.


Desde mi adolescencia me he vanagloriado de haber nacido poco antes de que finalizara el año 1900, y en cada uno de mis aniversarios todo se debe al crédito que doy a mis genes. Vengo de antepasados longevos entre los que hubo algunos rebeldes por el lado de los Ramos. Además de ello, lo debo también a los grandes avances de la ciencia médica y la higiene, el promedio de vida ha aumentado enormemente en el último medio siglo.

Los ancianos ya no son curiosidades reverenciadas, a menudo son por lo contrario, un problema social. Pululamos en ciudades y lugares de recreo, advirtiendo al mundo en general que si se nos aferra por la muñeca podríamos relatar una larga historia.

Ni un día de enfermedad, excepto una tos invernal o una punzada aislada, pretendemos ser modestos, nos negamos a reconocer alguna vez que estamos equivocados o que somos incapaces de hacer algo. Sin embargo detrás de nuestra estulticia también está la certeza de que la edad no marcha año tras año a la par del calendario.

La edad real de cada uno se mantiene inmutable durante largos periodos. Quizá mi edad siempre ha aumentado y disminuido porque soy de los que viven de acuerdo con el estado de su ànimo. De algo estoy seguro: era mucho más joven en mis años 30 que en los 20, porque mi corazón se hallaba en plenitud. Encauzaba adecuadamente mis energias, debido sobre todo a un matrimonio feliz, que ha durado 58 años.

¿Soy sabio en mi vejez? No lo  se. Pero ahora soy más tolerante. No fui un joven tolerante y afectuoso, pero los años me hicieron serlo y ahora me emociona el afecto que recibo; creo que esta es una recompensa de la vejez. Supongo que crezco lentamente, pues desde mi niñez reconozco mucho a las mujeres, cuando mi madre nos procuraba con su sserenidad.

Soy activo y me gusta ser útil. Sobre todo ahora en fechas navideñas y de fin de año, fijo la mirada en el árbol de nuestro jardín, apreciando las flores de nochebuena que son tan frecuentes en estos días en contraste don el azul del cielo.

El gran mal de la vejez es la muerte de los amigos. Las filas de nuestra generación se rompen con frecuencia. Parte de uno mismo se pierde cuando se va un amigo, aunque al lamentar su muerte se aprende a revalorar el pasado, en el que pensábamos con indiferencia y a mantener latente su recuerdo. Somos espiritualmente miembros unos de los otros.