Desde mi adolescencia me he vanagloriado de haber nacido poco antes de que
finalizara el año 1900, y en cada uno de mis aniversarios todo se debe al crédito
que doy a mis genes. Vengo de antepasados longevos entre los que hubo algunos
rebeldes por el lado de los Ramos. Además de ello, lo debo también a los
grandes avances de la ciencia médica y la higiene, el promedio de vida ha
aumentado enormemente en el último medio siglo.
Los ancianos ya no son curiosidades reverenciadas, a menudo son por lo
contrario, un problema social. Pululamos en ciudades y lugares de recreo,
advirtiendo al mundo en general que si se nos aferra por la muñeca podríamos relatar
una larga historia.
Ni un día de enfermedad, excepto una tos invernal o una punzada aislada, pretendemos
ser modestos, nos negamos a reconocer alguna vez que estamos equivocados o que
somos incapaces de hacer algo. Sin embargo detrás de nuestra estulticia también
está la certeza de que la edad no marcha año tras año a la par del calendario.
La edad real de cada uno se mantiene inmutable durante largos periodos. Quizá
mi edad siempre ha aumentado y disminuido porque soy de los que viven de
acuerdo con el estado de su ànimo. De algo estoy seguro: era mucho más joven en
mis años 30 que en los 20, porque mi corazón se hallaba en plenitud. Encauzaba
adecuadamente mis energias, debido sobre todo a un matrimonio feliz, que ha
durado 58 años.
¿Soy sabio en mi vejez? No lo se. Pero
ahora soy más tolerante. No fui un joven tolerante y afectuoso, pero los años
me hicieron serlo y ahora me emociona el afecto que recibo; creo que esta es
una recompensa de la vejez. Supongo que crezco lentamente, pues desde mi niñez reconozco
mucho a las mujeres, cuando mi madre nos procuraba con su sserenidad.
Soy activo y me gusta ser útil. Sobre todo ahora en fechas navideñas y de
fin de año, fijo la mirada en el árbol de nuestro jardín, apreciando las flores
de nochebuena que son tan frecuentes en estos días en contraste don el azul del
cielo.
El gran mal de la vejez es la muerte de los amigos. Las filas de nuestra generación
se rompen con frecuencia. Parte de uno mismo se pierde cuando se va un amigo, aunque
al lamentar su muerte se aprende a revalorar el pasado, en el que pensábamos con
indiferencia y a mantener latente su recuerdo. Somos espiritualmente miembros
unos de los otros.
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